“Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi propio mundo” Ludwig Wittgenstein.
Al parecer el lenguaje es reflejo de tantas y tantas cosas… Podemos hallar en nuestro vocabulario algunas palabras que osan traspasar la barrera que las relega a simples palabras y consiguen adueñarse del tiempo. Y he aquí que me encuentro con nunca y siempre, dos aparentemente sencillos y diferentes vocablos que referidos al futuro mantienen grandes puntos en común; ambas ambiciosas y luchadoras donde las haya. No se conforman con nada más y nada menos que con la eternidad de lo que representan.
La humanidad incorporó la capacidad de predecir por ejemplo qué tiempo tendremos mañana, si dentro de diez años un cometa rozará nuestra apacible tierra, e incluso augurar el destino que se halla escrito en la palma de la mano. A pesar de que todo indica que estamos bastante seguros ante lo que está por llegar, aún así en gran medida continuamos siendo escépticos respecto a cualquier cuestión que ataña más allá del día presente.
Tenemos costumbre de refugiarnos cada día en el ansiado Carpe Diem con el tratamos de vivir sin preocuparnos del siguiente amanecer. Pero lo cierto es el lenguaje, en este caso, parece jugarnos una mala pasada reflejando todo lo contrario. Nos sentimos necesitados de aquel eco que retumba en la lejanía y tratamos de escuchar, de estar prepararnos ante ese gran desconocido que es nuestro futuro; El presente actual no puede ser todo lo que el destino tiene planeado para nosotros.
Bien en cierto que ninguna clase de futuro existe, pero cierto es también que nosotros lo intuimos, escuchamos el clamor de sus tambores desde lo lejos y le esperamos en cada amanecer con la esperanza de que pasará de largo, rumbo a nuestro pasado, sin atormentar nuestro presente.
No dudamos un instante en acoger estos dos preciosos y terribles vocablos en nuestros humildes y mortales labios. Si estas palabras soportan nuestras voces, en realidad algo de eternidad se confunde en nosotros, que no aceptamos tan a la ligera nuestros límites ni la barrera que nos marca el Carpe diem para no ver más allá. Y no sólo llegamos a intuir ese pensamiento sino que aún damos un paso más: nosotros, ciudadanos del presente hablamos de una eternidad que creemos conocer e incluso dominar. Nunca y siempre nos desvían hacia una certeza de lo que ocurrirá en un futuro que sabemos existe y sucederá tal como afirmamos.
He aquí que nos convertimos en fingidos dueños de nuestra propia eternidad, de nuestro propio destino. Aquel temido eco ha conseguido divinizar nuestras voces por momentos. Nada, absolutamente nada se interpone entre aquellas palabras y ese clamor que se acerca. Ya estamos preparados, ya hemos llegado a ser lo suficientemente avispados para intuirlo.
Dueños de nuestro tiempo obviamos todo obstáculo que pueda trasladarnos como el viento hacia otros lugares desconocidos. No llegamos a controlar esas fuerzas que nos superan y que con nuestra mísera intuición creemos conocer. Así pues afirmamos que nunca diremos aquello, que nunca haremos tal o cual cosa y que nunca repetiremos lo que una vez llegamos a hacer. Estamos convencidos de que siempre conseguiremos ser tal cual somos, de que siempre amaremos con la misma intensidad y de que siempre permaneceremos fieles a lo que creemos.
Nos convertimos entonces en luchadores que se arman de valor ante ese adversario invencible que nos supera masivamente. Nos colocamos al frente de un batallón que sabemos seguro perecerá, pero ahí estamos; la resignación no es algo que vaya con el ser humano, y a pesar de la derrota, habremos combatido.
No sé si nos hallamos ante un acto de excesiva ambición o ante un valor admirable enfrentado a esas fuerzas que cada día nos azotan y a las que plantamos cara valerosamente; Luchamos cada día sin permitir que el eterno tiempo nos arrebate esa llama de amor que un día encendió; sin dejar que el destino vuelva a hacer tropezar nuestros pasos; sin consentir que la fría muerte se lleve aquella persona que tanto amamos, apretando con fuerza su mano; sin resignarnos a que las desgracias que el alba trajo consigo borren nuestra gran sonrisa y cambien el paisaje que nuestros ojos veían; sin imaginar que nuestros ojos lleguen nunca a contemplar un horror que haga mudar nuestro pensamiento y nuestra gran fe vea flaquear todas sus fuerzas. Luchamos como si el mundo no fuera a mostrarnos su cara oculta haciéndonos virar de rumbo.
En esta batalla nos hallaremos hasta el último de nuestros amaneceres en el que aún entonces, podrá la vida mudar hasta que el último atardecer nos lleve. Percibimos una desconocida eternidad y luchamos contra aquello que nos azota hacia ella. No seremos nunca dueños de nuestro destino pero continuaremos refugiados en nuestro batallón de Carpe diem, a pie de guerra contra el clamor del eterno per secula seculorum.